viernes, 29 de mayo de 2009

UN FUTURO POSIBLE


(Epílogo de Emma de Ramón)

Hace unos días Víctor Hugo Robles me hablaba de su experiencia infantil, que se parece a la mía y que no debe ser muy diferente a la de todos los homosexuales y lesbianas chilenas, probablemente del mundo entero. Es cosa de abrir los ojos. En todo barrio, en cualquier colegio, familia o grupo de amigos siempre existe aquel niño mariconcito o la marimacho, maría – tres - cocos, que termina siendo el hazmerreír de todos los demás. Con una crueldad inusitada para personas a quienes une un lazo de amistad o consanguinidad, los demás niños, los padres, hermanos, tíos, amigos, tejen chistes, descalifican, critican, violentan a estos niños y jóvenes diferentes.

Algunos tuvimos suerte. Como durante mi juventud yo no tenía rasgos evidentes de homosexualidad, nadie se reía de mí. Mi falta de amigos y pololos era interpretada por todos como timidez, inseguridad, tal vez seriedad ante los compromisos. Pero eso no quitaba que fuera testigo, habitualmente, de las crueles mofas de mis compañeras y amigas respecto de quienes no expresaban el rol sexual que les correspondía, de acuerdo a las normas de la heterosexualidad con la contundencia necesaria. Y el ser testigo me llevaba a consentir en lo más profundo de mi ser, que aunque no se me notara, yo compartía esa misma inadecuación con el marica y la tortillera; era tan “anormal” como la loca del chiste, como el maricón ridiculizado y la camiona que “parece” no querer ser mujer.

Alguien que no ha vivido esa situación no sabe la violencia que ella implica. Quienes crecimos y vivimos violentados con el estigma de la “anormalidad” resonando en nuestros oídos y en nuestra conciencia, sabemos que el mundo, nuestras familias y la sociedad que nos rodea, es nuestra enemiga; pretende acabar con nosotros, nos persigue, y si no consigue destruirnos, nos ignora. Sólo nuestra entereza y la fuerza de los lazos que construyamos entre nosotros (la conjura) puede ayudarnos a alcanzar un bien que está fuera de toda discusión como Derecho Humano fundamental desde hace más de 200 años: la libertad.

Sí, la libertad. Ha habido guerras, algunas muy cruentas, en nombre de la libertad. Muchos han dado la vida por ella. Sin ir más lejos, y para no hablar de las recientes luchas de los Sudafricanos contra el apartheid, pensemos en la guerra por la Independencia de Chile, ocurrida durante las primeras décadas del siglo XIX o en la guerra sostenida durante siglos por los mapuches contra la dominación occidental y chilena o, todavía más recientemente, la lucha de la civilidad por alcanzar la libertad política frente a la dictadura de Pinochet.

El bien de la libertad merece grandes conflagraciones; su posesión o su extravío marca a generaciones enteras; durante años se comentan las anécdotas de las luchas por su obtención o pérdida; las consecuencias de sus hitos son materias de tesis y libros que se amontonan por miles en las librerías. No digo la libertad en palabras difíciles, en largos y complejos conceptos filosóficos. Me refiero a esa libertad nuestra de cada día, esa que cuando se pierde se nota. Esa facultad de hacer o no hacer algo responsablemente de la que hablan los diccionarios y que se extiende a los ámbitos del pensamiento, de la conciencia y del poder. Esa capacidad de elegir, eso de ser escuchado, de tener acceso igualitario a las “cosas de la vida” (sentarse en el lugar del bus que a uno le dé la gana, vestir como quieras, amar a quien se te ocurra, decir lo que piensas), de ser respetado y valorado por lo que uno es, independiente que a los demás le gusten o no las condiciones de identidad y de pensamiento que cada uno de nosotros haya optado por tener.

Las lesbianas no tenemos toda la libertad que tiene el resto de los chilenos. Como dice el dirigente transexual Andrés Rivera, no somos consideradas plenamente humanas. La comunidad LGTB chilena somos un grupo de personas (creo que alrededor de un millón) que vivimos en un país cuya Carta Fundamental parte reivindicando los derechos de todos sin hacer mención alguna al hecho que un grupo de compatriotas no compartimos con los demás esos derechos pues somos considerados “anormales”. Es cierto, muchos no compartimos esos derechos; las mujeres, desde luego, los pobres, los minusválidos, los miembros de las etnias originarias, los afro chilenos. Pero a ninguno del resto de los discriminados se les niegan derechos tan relevantes como aquellos que a nosotros se nos conculcan. No podemos amar, no podemos vivir en pareja, no podemos casarnos, no podemos caminar tomados de la mano por la calle con quien amamos, no podemos expresar nuestro amor de pareja públicamente, no podemos criar a nuestros propios hijos, no podemos adoptar, en muchos casos no podemos trabajar y la mayor parte guarda celosamente el secreto de su condición por temor a ser despedidos. Somos sospechosos de todos los males y perversiones que conoce la sociedad. Es “complicado” que nos ocupemos de niños. Si somos profesores, podemos corromper a los demás, incluso en ambientes de adultos; somos considerados como promiscuos, hipererotizados, excesivamente emocionales, pedófilos, emocionalmente inestables, portadores de infecciones de trasmisión sexual, corruptores de las buenas costumbres... ¿Es necesario seguir enumerando prejuicios?

De manera que nuestra gran reivindicación política y social viene a ser sólo una: el poder para vivir sin temor nuestra propia identidad en materia de orientación sexual y afectiva. Cabe entonces preguntarse, si la demanda es tan simple (dado el tiempo en el que vivimos), ¿por qué es necesario escribir un libro de historia de un movimiento cuyas reivindicaciones en gran parte todavía no han sido tomadas en cuenta? ¿No sería mejor instalarse en las oficinas de los parlamentarios, convencerlos por cansancio de la legitimidad de lo solicitado, hacer meatings y seatings, huelgas de hambre y todo tipo de manifestaciones delante de quien sea necesario manifestarse?

Aunque parezca extraño a una disciplina que en la mente de muchos aspira a ser una ciencia (y por tanto objetiva y exacta como buena ciencia), escribir un libro de historia es otra forma de luchar por las convicciones. Según Marc Bloch, un notable historiador francés de principios del siglo XX, durante un viaje a Ámsterdam acompañando a su amigo Henri Pirenne, otro notable historiador francés, Bloch se sorprendió al escuchar que su amigo prefería comenzar a conocer la ciudad visitando algunas nuevas industrias, en vez de museos o monumentos importantes. Relata Bloch que al ver su sorpresa, Pirenne le respondió: “Si yo fuera un anticuario, sólo me gustaría ver las cosas antiguas. Pero soy un historiador y por eso amo la vida”.

Efectivamente, se ha dicho ya muchas veces que la historia examina la memoria de una sociedad desde el presente, no desde el pasado. Esto quiere decir que quienes realizan una obra histórica piensan el presente. En palabras de Benedetto Croce, “toda historia” es “historia contemporánea”, pues “por lejanos que parezcan cronológicamente los hechos que la constituyen, la historia está siempre referida en realidad a la necesidad y a la situación presente, donde repercuten las vibraciones de esos hechos”.

De manera que como Víctor Hugo Robles ama la vida, hace historia, la protagoniza y la escribe, proyecta el tiempo y sus acontecimientos para modelar una utopía, es decir, un lugar que no está en ninguna parte, todavía, pero que a través de su relato ayuda a crear. Es tanto el dolor de sus palabras pero, a la vez, tanta la esperanza de su lucha que al hacer de ella un relato, una historia, cincela por contraste una ilusión social y esa ilusión la ubica como el modelo, como el paraíso perdido a encontrar o la edad dorada que advendrá donde la palabra “otro” y “diferente” serán eliminadas del vocabulario. Su historia, entonces, hace posible el futuro, le permite nacer, lo hace posible.

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